Todos decimos admirar la creatividad y, sin embargo, todos la castigamos de forma implacable cuando cuestiona nuestras creencias. Odiamos la incertidumbre cuando no la provocamos nosotros. Por eso, la sociedad da tantas veces con la puerta en la cara a los creativos y los obliga a superar una educación donde se premian la imitación, la uniformidad y la memorización, y se penalizan la intuición, la individualidad y la diferencia. Los comportamientos distintos y dispersos deben ser corregidos. Ellos deben ser corregidos. Y pronto.
A los psicólogos estadounidenses Valina Dawson y Erik Westby se les ocurrió en 1995 la genial idea de cruzar los datos de los alumnos creativos de una clase y los de los favoritos de los profesores. Entonces descubrieron que los maestros dicen admirar la creatividad, pero prefieren a los niños obedientes. Se comportan como los jefes que esos mismos niños encontrarán cuando tengan que trabajar. El mensaje que reciben desde la infancia es claro: el reconocimiento y la estima de la autoridad dependen de la habilidad con la que ejecutemos sus órdenes. Nos pagan para pensar, no para discrepar.
A pesar de eso, los adultos innovadores son, por lo general, unos niños crecidos que, aunque pasan los años y las décadas, nunca han dejado de jugar e imaginar muchas veces de forma completamente estrambótica colores, objetos, ideas, sabores y hasta sus propias vidas. En el libro Wired to Create, los autores destacan este juego perpetuo como una de las diez grandes características de las personas creativas —en las que está inspirado este reportaje— y dan la voz de alarma. ¿Por qué?
Los colegios han limitado progresivamente el tiempo dedicado a jugar y los padres, cada vez más ocupados, les han añadido actividades extraescolares a los niños donde no hay espacio para fantasear con otros mundos posibles, que es el germen del pensamiento crítico. La vida, y sobre todo el trabajo, es algo muy serio, se dicen los padres, y la fantasía y el placer se reservan únicamente para el ocio (donde, en realidad, les esperan nuevas obligaciones). Nunca tienen tiempo para jugar; por eso nunca tienen tiempo para crear.
Ensimismados
Existe otro aspecto con el que los creativos disfrutan y que también pone en guardia a padres, jefes y profesores: su inagotable capacidad para soñar despiertos. Hablamos de una especie de conexión con el monólogo interior de sus pensamientos y emociones que les permite, sin prisa y sin presión, asociar libremente ideas, buscar enfoques distintos para sus problemas, dar sentido a sus vidas (necesitan imaginar una narrativa que les ayude a explicar quiénes son y qué han venido a hacer a este mundo), planificar el futuro o asimilar experiencias y sensaciones nuevas.
Todo ello se produce en soledad, un aspecto de sus vidas que cultivan en medio de una sociedad híperconectada y obsesionada con la pertenencia al grupo. No tardarán en levantar sospechas y escuchar diversas variaciones de «¿Te crees mejor que los demás?», «¿Tiene su hijo problemas de integración? » o «¿Por qué le das tantas vueltas a todo?».
El peculiar monólogo interior al que nos referimos no tiene por qué ser siempre placentero. Es perfectamente posible que la solución a un problema resulte traumática, que fantasear sobre sus vidas los lleve a la frustración cuando regresan a la realidad o que las experiencias y las sensaciones con las que conecten les provoquen dolor y angustia.
También es importante tener en cuenta que este ensimismamiento se parece al despiste o la falta de atención, y que está muy lejos de serlo. De hecho, las narrativas sobre quiénes son y qué están destinados a conseguir son estímulos fundamentales para que los creativos no pierdan la confianza en sí mismos, venzan a la adversidad e intenten hacer realidad ese destino imaginario.
Los creativos se enfrentan a un mundo que, por lo general, les niega su reconocimiento y a veces también el cariño durante años (¿Te crees especial? ¡Tú no eres especial! ¡Todos somos especiales!). En estas circunstancias, no es extraño que se instalen, como un ruido intermitente en sus vidas, las dudas sobre su talento y originalidad, el miedo a no obtener nada a cambio de su esfuerzo y la angustia que les produce que sus seres queridos vivan preocupados por ellos o que ellos mismos estén exponiendo a sus familias a sacrificios innecesarios por puro narcisismo (¿Tengo derecho a vivir de mi vocación si me impide pagar una buena educación a mis hijos?).
Poner orden en sus emociones, experiencias e ideas es una función igual de importante que la de construir narrativas estimulantes. Los creativos suelen ser personas hipersensibles y especialmente abiertas a probar cosas distintas y eso quiere decir que perciben con más matices e intensidad las situaciones cotidianas, que suelen empatizar más con el resto (o proyectarse sobre ellos inventándose historias y creyendo que los entienden) y que buscan experiencias nuevas que les descubran sensaciones desconocidas. Dicho de otra forma, necesitan mucho tiempo para ordenar sus emociones, experiencias e ideas, porque tienen muchísimas emociones, experiencias e ideas que ordenar.
Una pregunta interesante es cómo, con esta orgía perpetua de excitación, curiosidad y depresión que les despierta la vida, consiguen llevar a cabo un proyecto innovador de principio a fin. La respuesta sencilla es que muchos no lo consiguen y que algunos dejan de poder hacerlo. Un ejemplo de lo primero es esos escritores que nunca terminan de publicar su primer libro, y un ejemplo de lo segundo lo encontramos en esos grupos de música que se echan a perder. Es discutible que tanto en un caso como en el otro se les pueda seguir considerando creativos, porque la creatividad es una actividad, no una capacidad. Los alpinistas son los que suben montañas, no los que pueden subirlas ni los que sueñan con subirlas.
Los que tienen éxito
Las personas que consiguen materializar los proyectos que soñaron lo hacen por tres habilidades distintas: visión estratégica, pasión y capacidad para convertir los estacazos de la adversidad en motivación para seguir adelante.
Se necesita visión estratégica para diseñar un plan ordenado y lo suficientemente flexible para que su voraz curiosidad y vaivenes emocionales no les impidan concretar sus ideas. Si tiene en la cabeza el embrión de una novela o una aplicación móvil novedosa, lo primero que hace una persona creativa es acariciar su belleza, obsesionarse con ella, chapotear en su talento y buena suerte, asustarse con la posibilidad de que alguien se la quite y buscar una estrategia que le permita desarrollarla y darla a conocer antes que nadie. Cada vez son más los que utilizan dos técnicas: la meditación, para concentrarse mejor y reducir su implacable autocrítica; y el cultivo del placer no solo por la creación sino por el —mucho menos emocionante— proceso creativo.
La pasión es la furia que arrastra a los innovadores a obsesionarse con dominar la técnica en la que quieren aportar algo original, la que genera el estado orgásmico de flow que aflora en sus pechos cuando dan a luz la idea, la que impide que se desenamoren de ella en los momentos de tedio y frustración que exige la ejecución de cualquier novedad que merezca la pena y la que los empuja a que la principal vara de medir no sea lo que consiguen los demás, sino la meta que ellos se habían marcado.
La tercera habilidad es, como decíamos, convertir los estacazos de la adversidad en motivación para seguir adelante. Los que no dejan de crear durante toda la vida lo hacen no solo porque las dudas que albergan sobre sí mismos, los portazos en la cara o la intensidad de las emociones extremas no han podido con ellos, sino también porque han utilizado esas dudas, esos portazos y esas emociones traumáticas para convencerse de que han venido a aportar algo único, algo importante, algo que merece ser tenido en cuenta y que, tarde o temprano, se terminará apreciando.
Quizás lo más misterioso de las personas creativas no sea ni la fuente de su inspiración ni su manera de surfear —o de ahogarse ocasionalmente— en la adversidad, los grandes planes o las pasiones extremas. Lo más fascinante es la forma en la que resurgen y sienten sus pensamientos y sus emociones, por dolorosas o alegres que sean, como un continente por explorar, por imaginar, por intuir. Son los exploradores de un pequeño planeta… y ese planeta no es otro que su mirada. Una mirada de infinita curiosidad.
gonzalo toca
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