Verdad,
ficción y creatividad Realismo y antirrealismo filosófico en el cine español
La filosofía de las
últimas décadas ha acelerado una útil tarea de desmitificación de viejas ideas fundamentalistas
que seguían manteniendo vivo el concepto de Dios bajo el disfraz de la Ciencia
o de la Metafísica. Este proceso de nueva secularización ha contribuido a
generar la actual situación de la cultura occidental, en la que los grandes
movimientos dogmáticos se han visto reemplazados por un pluralismo de tendencias
en el que cualquiera que no esté dispuesto a cuestionarse hasta su propia
existencia corre el peligro de ser acusado de dinosaurio de la modernidad. La
cosa ha llegado hasta la caricatura en personajes como Jean Baudrillard y su
legión de seguidores apocalípticos, y aunque hay que admitir la validez de
muchos de sus dictámenes sobre la ficcionalización de la sociedad, no parece
demasiado constructivo estancarse en lamentaciones por supuestas Objetividades
perdidas.
Dos conceptos
fundamentales se han desmoronado: Conocimiento y Verdad entendidos como
categorías que se corresponden con trozos reales del mundo en que vivimos y que
aguardan pacientes a que los descubramos. Como expone Hilary Putnam citando el
importante libro de Nelson Goodman "Formas de hacer el mundo", nos
hemos dado cuenta de "que no habitamos un mundo, sino muchos a la vez, y
que estos mundos los hacemos nosotros mismos" (Putnam, 1988: 163) Lo cual
no ha frustrado solamente a muchos científicos y filósofos que se pretendían
instalados en el verdadero conocimiento guía de la humanidad, sino también a
multitud de artistas que aspiraban desde el romanticismo, y especialmente desde
la vanguardia, a la misma posición.
El cine no ha permanecido
ajeno a todo esto. Ni a la renovación ni, por supuesto, a la resistencia. En febrero
del 2000 el director español Víctor Erice declaraba: "El cine fue para mí
una forma de descubrir el mundo, de formar parte de él en una época, nuestra
posguerra, caracterizada por el aislamiento. De ahí que haya entendido el cine
como medio de conocimiento, como medio de desvelar una verdad común, algo que
no sé de antemano, quizá porque se ha perdido u olvidado en medio del tráfico
de la vida" (Erice, 2000) Sorprende que unas declaraciones de esta índole
hayan sido hechas por alguien a quien tantas veces se ha alabado por su
capacidad de diluir los límites entre realidad y ficción en una película como
El espíritu de la colmena. Sorprende también, en una época en la que estamos
hartos de oír hablar sobre la sociedad del espectáculo, del simulacro, etc. (y
no gracias a los libros de Debord o Baudrillard, sino más bien a cosas como The
Matrix y El Show de Truman), que un cineasta hable de la búsqueda del conocimiento
o de la necesidad de descubrir verdades comunes olvidadas, algo que suena a
filosofía metafísica de tradición platónica (si es que no alude directamente a
Platón).
Sin embargo, esta
necesidad de actuar desde el conocimiento fundamentado de la realidad es algo
que el director dejó claro en sus escritos más tempranos. En 1962 Erice
distinguía entre dos concepciones del mundo irreconciliables: "La que cree
en la razón y la que se abandona al prestigio del irracionalismo; la que cree
en la acción efectiva del hombre en la historia y la que conduce a la negación
absoluta. Es decir, la oposición entre realismo y antirrealismo" (Erice,
1962). En el mismo artículo, además, criticaba la "evasión de la realidad
para escapar a cualquier compromiso moral, a todo contacto social, y refugiarse
en pintorescos paraísos artificiales". Estas afirmaciones serían
perfectamente atribuibles a un pintor del realismo socialista, o a cualquiera
que asegure tener claro la distinción entre arte comprometido y simple mantelismo,
pero no encajan tan fácilmente como soporte teórico de obras como El espíritu
de la colmena, cuyo lenguaje poético y preciosismo estético fundamentan en
buena medida su valor. Quizá Platón, de nuevo, nos solucione parte del
problema. Como recuerda Richard Rorty, "el temor que Parménides [a partir del
cual Platón supo distinguir entre doxa y episteme] sentía ante los aspectos
poéticos, lúdicos y arbitrarios del lenguaje era de tamaña magnitud que le
hacía desconfiar del mismo discurso predicativo.
Esta desconfianza estaba
inspirada por la convicción de que sólo bajo el dominio, la obligatoriedad y el
control de lo real podía alcanzarse el conocimiento frente a la opinión"
(Rorty, 1996: 207).
Arrebato El espíritu de la
colmena es, efectivamente, una película sobre la búsqueda del Conocimiento. La lectura
filosófica de ésta y otras películas no es, pues, gratuita, ya que puede
aportar significados ideológicos insospechados, máxime cuando Erice (entre
otros) se ha declarado siempre partidario de un cine que asuma responsabilidades
morales con respecto a la sociedad a la que se dirige.
Muchas películas que han
abordado la disolución entre realidad y ficción ha encontrado en el propio mecanismo
del cine una metáfora efectiva. Hay otras, como la televisión (ya he mencionado
El show de Truman) o la tecnología (mucho más recurrente, tanto que incluso nos
ha deparado en España un título como Abre los ojos). En el cine español el
debate entre realidad y ficción se ha cultivado principalmente a través de esa
clase de reflexiones sobre el lenguaje cinematográfico, en películas como El
espíritu de la colmena, Arrebato, Innisfree, o Tren de sombras. En este
sentido, sería interesante plantear cuál es el papel que juega la ficción del
cine (contrapuesta a lo real) a la luz de las corrientes filosóficas comúnmente
llamadas postmodernas y que giran entorno al lenguaje como mediador
irrenunciable en la concepción (y construcción) del mundo. En concreto, voy a
abordar brevemente los acercamientos a esta cuestión de directores como Víctor
Erice, Iván Zulueta o José Luis Guerín y también dilucidar si hay alguna razón
para reclamar sus obras para la causa antirrealista, ésa que se decanta por
rechazar la Realidad, la Objetividad, la Razón, la Verdad y demás conceptos de
naturaleza pretendidamente transhistórica.
Parece difícil, en
principio, reclamar para esa causa a Víctor Erice. En El espíritu de la colmena
se nos presenta el proceso de aprendizaje de una niña sumida en un mundo
cerrado (la colmena) del cual consigue finalmente librarse. Es el
descubrimiento del cine (que un día llega al pueblo) lo que le proporciona a
Ana los materiales para su abandono de la opresora colmena. Así, el personaje
de Ana seguiría la postura vital según la cual uno logra encontrar el camino de
la verdad a través de la ficción del arte (representada por la película
Frankenstein). Esto nos recuerda inmediatamente lo que las primeras vanguardias
postularon al situar por encima del lenguaje científico y filosófico al arte,
concibiendo a éste como la verdadera expresión de la naturaleza humana. La
disputa entre disciplinas carece ahora (y en realidad siempre) de interés; lo
importante es que, en la película, Ana accede a la verdad a través de un reflejo
de ésta: la ficción cinematográfica que, reveladoramente, irrumpe en una
comunidad aislada. Por ello, en mi opinión, la llegada del cine no significa
para Ana la apertura a nuevos mundos, como repetidamente se ha dicho, sino, al
contrario, el ingreso al crudo mundo real (como es patente a partir de la muerte
del fugitivo, que marca el final del período de búsqueda de la niña). Es Ana,
en consecuencia, la que sufre una adecuación al modo de ser del mundo, y no el
mundo el que se pliega al modo de ser de Ana. Erice se ha referido a sus
personajes como seres que "recorren un camino que les lleva a una especie
de revelación. Mi esperanza es que el espectador les acompañe en su recorrido,
que lo haga suyo también. Y no habría que llamar utopía a lo que se presiente
como posibilidad o encantamiento de algo que está ahí, y que sólo hay que
acertar a verlo" (Erice, 2000) Pero una concepción antiesencialista de las
cosas no puede aceptar esta clase de "esperas de lo desconocido" (o,
en clave platónica de nuevo, de lo olvidado).
No son éstas las
conclusiones que podemos sacar de la película de Jose Luis Guerín Tren de
Sombras, a pesar de que las posiciones teóricas del director son similares a
las de Erice. La ficción construida sobre unas películas familiares de los años
treinta (en realidad también rodadas por Guerín), la manipulación constante de
un material presuntamente cargado de objetividad periodística, pero en el fondo
sometido a interpretaciones desde su creación, revela hasta qué punto el cine
es incapaz de impedir la fusión en una sola imagen de ficción y realidad hasta
hacer desaparecer a esta última. Guerín sabe, sin embargo, que la ficción no
surge de la nada. Acogerse al antirrealismo no significa defender,
absurdamente, que la realidad no existe. Se puede llegar a aceptar sin
demasiados problemas que "la verdad está ahí fuera" siempre que no
nos empeñemos en aprehenderla en su esencia, tratando de aislarla del lenguaje
por medio del cual nos relacionamos con ella.
Se trata, tan sólo, de
deshacerse de una pretensión metafísica de manera "análoga a la de los
laicos que insisten en que la investigación entorno a la Naturaleza o la
Voluntad de Dios no nos lleva a ninguna parte" (Rorty, 20).
Así, Tren de sombras no
niega el mundo. Pero sí reflexiona sobre la imposibilidad de referirse a él sin
mediación, plasmando en imágenes una idea expresada anteriormente por gente
como Derrida ("No hay nada fuera del texto") y aún antes, Heidegger
("El lenguaje es la casa del ser"). Se trata de lo mismo que Rorty
plantea al estar dispuesto a aceptar que "gran parte del mundo es como es
pensemos lo que pensemos sobre éste", pero rechazando contundentemente la
conclusión realista según la cual "Además del mundo, existe ahí fuera algo
llamado "la verdad sobre el mundo" [...] que consiste en una relación
de "correspondencia" entre determinadas oraciones [...] y el mundo
mismo" (Rorty, 35-36).
A partir de aquí es
innegable que también El espíritu de la colmena respira en gran parte de su
metraje un distanciamiento de lo real, claramente explicitado a través de la
estética. Como apunta Carlos Heredero, el film está "estructurado mediante
la oposición entre dos luces: la ambarina y difusa que baña la
"colmena" y la azulada y direccional que comparten la noche y el
cinematógrafo, esos espacios donde, a la manera del mito, se suspende la
oposición entre realidad y ficción" (Heredero) Toda la película, a pesar
de que Erice intenta construirla a partir de un referente histórico verídico
(la postguerra), es una ficción, un cuento, un sueño sobre otra ficción (la de
la película Frankenstein) que a su vez descansa en otra más (la del monstruo
construido). El rótulo inicial situando la acción en 1940 no consigue
introducirnos en la época, como tampoco contribuye a ello una narrativa
deliberadamente atemporal, sin puntos de referencia claros en los que apoyarse
para percibir un paso del tiempo concreto a lo largo de la historia
(Zunzunegui, 1994).
El sol del membrillo será
el último intento de Erice por alejarse de la subjetividad. La elección del
pintor Antonio López es significativa, de manera que el resultado es una
película impagable sobre los deseos casi enfermizos de aprehender la realidad y
la frustración que ello conlleva. Es otra película disfrazada de documental, en
esta ocasión de Guerín, la que una vez más pone de relieve lo inútil de esta
pretensión. En Innisfree su director nos llega a plantear cómo determinados
elementos de ficción acabaron por incorporarse a la memoria colectiva de todo
un pueblo "real". Es lo que les ocurrió a los habitantes del pueblecito
irlandés de Cunga St. Feichin a raíz de haber presenciado el rodaje de El
hombre tranquilo de Jonh Ford.
Es quizás en Arrebato
donde realismo y antirrealismo combaten con mayor violencia. En ella Pedro P.,
un cineasta aficionado obsesionado con el poder de seducción de la cámara, aspira
a relacionarse con el mundo sólo a través del cine. En la primera parte de la
película su postura es claramente realista, su contacto con la ficción es
parecida a la experimentada por Ana en El espíritu de la colmena: "yo
todavía creía en las cámaras que filman, en las cosas filmadas y en los
proyectores que proyectan", llega a decir.
Pero de manera progresiva,
la identificación del cine con una droga de propiedades perceptivas más reveladoras
es superada por el deseo de trascender la realidad: "el espejo abrirá sus
puertas y veremos el...el...lo...Otro". Pedro se deshace entonces de todas
sus películas anteriores, para dejarse hacer en lugar de hacer. El final
confirma un enfoque claramente metafísico cuando Pedro, desde fuera de la caverna
platónica se dirige a José a través de una proyección cinematográfica para
invitarle a Conocer.
Estamos ante el mismo
sentimiento de contradicción que nos provoca la trayectoria de Andy Warhol (de cuyas
películas, por cierto, tanto aprendió Zulueta): ¿cómo es posible que una misma
persona esté tan interesada en realizar la mayor apología de la falsedad (en
series como las de Marilyn Monroe o las del bote de sopa Campbell´s) y a la vez
se haya empeñado en capturar la realidad más desnuda y cotidiana en películas
como Empire o Eat)?
Creo que una concepción
antifundamentalista del mundo puede sacar provecho de todas estas películas.
El peligro está en leerlas
únicamente bien como alegatos desesperados bien como apologías sobre la ficcionalización
de nuestras vidas, y no ver en ellas el indudable espíritu crítico y a la vez
constructivo que poseen. Quizá el problema esté en una concepción del cine que
se toma demasiado en serio una función política para la que en cierta medida sí
está dotado, pero que difícilmente puede ser compatibilizada con otra, a mi
juicio verdaderamente exclusiva del lenguaje artístico: el impacto sobre las
conciencias individuales. Posiciones como las de Erice ante la búsqueda de la
verdad olvidan que el antirrealismo y el irracionalismo han dado lugar a
formulaciones con tanta o más vocación de promover la esperanza social que el
realismo (sea éste empírico o metafísico). El propio Rorty está de acuerdo en
que "hoy, más que nunca, nuestra cultura se aferre a la esperanza
ilustrada, la misma que empujó a Kant a hacer de la filosofía algo formal,
riguroso y profesional" (Rorty, 1996: 255) Los problemas surgen cuando
"el término "razón", según se usa en la tradición platónica o en
la kantiana, está conectado con la verdad-correspondencia, con el conocimiento
como hallazgo de la esencia y con la moralidad como obediencia a
principios" (Rorty, 1996: 254). Se trata de abandonar la idea del lenguaje
como un reflejo de la naturaleza y usarlo, en cambio, como una herramienta de
creación. En definitiva, de agradecer a los Lumière los servicios prestados
para pasar rápidamente a continuar el trabajo de Méliès.
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