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Gente buena y gente tóxica, energía negativa y sociedad insolidaria.
Con cierta regularidad escucho o leo a alguien quejarse de alguna de las tres cosas que menciono en el título: gente que no hace mas que hablar mal de su situación o la de otros, personas supuestamente envidiosas o resentidas, ciudadanía pasiva o egoísta.
Si el lamento es por escrito, suele ser un texto anónimo de vocabulario empalagoso, transmitido por correo o muro de red social y sembrado de faltas de ortografía, gramática o sintaxis que ninguno de los lectores que lo alaban o difunden tiene el detalle de corregir. Pocas cosas me irritan más.
Hay millones de personas que trabajan en negocios sin meter mano a la caja, sonriendo a clientes que no lo merecen o cubriendo los turnos que otros no pueden o no quieren hacer.
Otras miles han estudiado durante años o se han formado durante décadas para trabajar en investigación, sanidad, educación o defensa.
Hasta las frívolas artes están llenas de personas que renuncian a un sueldo fijo por el placer de, parafraseando a Tony Leblanc, entretener a la gente que realiza los trabajos "verdaderamente importantes" para que cuando vuelvan a ellos los puedan hacer mejor.
Hay miles de voluntarios que colaboran en cocinas económicas, Cáritas o Cruz Roja. Ser una de estas personas o rodearse de ellas está al alcance de cualquiera. Una característica de la sociedad de consumo es que, si algo no te gusta, se cambia. Nuestra vida incluida.
También está el asunto de la definición de "buena persona". Todos solemos tener una concepción generalmente positiva de nosotros mismos y de la gente más allegada a nosotros. De hecho, ellos tallan nuestra definición de "buena persona".
Pero volviendo a robar frases, "los matemáticos de primera gustan rodearse de matemáticos de primera, los de segunda, de matemáticos de tercera y así sucesivamente". Si no pertenecemos a la pequeña élite de extraordinaria generosidad, somos vulgares y muchas veces el instinto hace que nos rodeemos de una vulgaridad mayor.
El problema no es la sociedad, o que Fulanita sea "tóxica", "negativa" o "mala persona". El problema es la propensión a no querer entender a Fulanita, o a centrarse más en lo peor de ella que en la gente que merece admiración.
Es ver a un sanitario sobrecargado y leer mejor su indiferencia hacia ti que el cansancio que la genera.
Es ver un uniforme y hacer facha a un colectivo que se juegan el tipo acatando órdenes absurdas porque ha jurado lealtad a una patria que ha elegido como representante a un irresponsable.
O sin ir tan lejos, es sentir un desplate y asumir que lo que lo provoca son celos por nuestras virtudes antes que irritación por nuestros defectos.
O mirar al coche que se ha saltado las normas de circulación y chillar un "A dónde vas, Ayrton Senna" antes de dejar paso por si lo que le espera al final del trayecto es una desgracia.
El problema es el uso de la vulgaridad ajena, real o figurada, como narcótico para tolerar la propia.
Nuestras vidas se tejen de luces y sombras, momentos de genio, de crueldad, de torpeza. Deleita tus ojos en lo que te plazca pero, cuanta más tiniebla veas, más probable es que seas ciego.
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